La muerte de los seres queridos suele dejar huella. Nos sumerge en un mar de vaivenes, de dudas, de miedos, angustia, pena, dolor, sentimientos encontrados, contradicciones. Pone a prueba la confianza, el amor, la fe. Hace que cuestionemos qué es la vida, qué queremos de ella, cómo queremos vivir, cuáles son nuestras metas.
La muerte no suele dejarnos indiferentes. Marca un antes y un después. El dolor, la pena, y sobre todo, el asumir la muerte del ser querido lleva un tiempo. Podemos vivirla con rechazo, con ira, con rabia; y también, con dulzura, paz y calma. Todo es correcto y válido.
Cuando sabemos que la muerte es cercana, la vida parece que concede un tiempo para asimilar lo que ocurre y aunque ello produzca dolor, permite que podamos vivir el duelo poco a poco; y a la vez, centra, obliga de pronto a evaluar la vida, a cambiar nuestras prioridades, y sobre todo, nos permite cerrar el círculo, acompañar a la persona en su final de la vida. Es un aprendizaje duro y difícil pero lleno de amor.
Como acompañantes, nuestra prioridad es la persona que se marcha. No todas las personas asumen su partida de la misma manera. A veces son conscientes de que la muerte está muy cerca, y no se atreven a hablar de ello por miedo a causar más dolor a sus familiares. Y estos, sabiendo la llegada de la muerte, tampoco se atreven a hablar de ello, por el mismo motivo.
No estamos acostumbrados a hablar de la muerte con naturalidad, como un paso más de la vida, como el final de un ciclo que lleva a uno nuevo. Duele hablar de la muerte, nos revuelve, sentimos que nos rompemos por dentro, y evitamos hacerle frente. No nos damos cuenta que al hacerlo, al dejar de hablar de ella con naturalidad, estamos perdiendo oportunidades únicas de conocernos mejor, de intimar más con la persona que se marcha y descubrir que a pesar del dolor, podemos dar mucho amor, y sobre todo, ayudar desde la serenidad a la persona que se muere.
Una muerte por enfermedad o natural es más "fácil" de vivir que una trágica o inesperada. No da tiempo a despedirse, a decir te quiero, te perdono, todo está bien. Asumir y aceptar la muerte, es más difícil. Pensamos en todos los proyectos que estaban por realizarse, en los deseos que ya no podrán llevarse a cabo. Todo ha desaparecido de repente y ahora qué. Dónde estamos, qué va a pasar con nuestra vida.
Serenidad y calma, unidas al dolor, sentimientos encontrados. Apegos y
desapegos, desarraigo, sentirse en una montaña rusa de sentimientos y
cuando creemos que lo hemos superado, volvemos a caer. Poco a poco iremos aprendiendo a soltar amarras, a desapegarnos desde el amor y a aprender a vivir sin ellos pero con ellos.
Los seres queridos que han muerto, están en otro plano, en el que no existe el sufrimiento, no hay dolor y si mucho amor. Pero, los que quedamos, ¿qué pasa con nosotros?
El duelo requiere un tiempo, para cada persona y con cada muerte será distinto, hasta que aceptemos e integremos que su muerte. Vivir la vida, no significa que nos olvidemos de ellos, pues siempre estarán presentes; pero estamos aquí y nuestra labor es seguir adelante, por ellos, y por nosotros.
Debemos recordar que no estamos sólos en este proceso. Habrá quienes deseen vivirlo en soledad; otros en cambio, necesitarán hablar de ello, compartir lo vivido. Podemos recurrir a la ayuda de especialistas en la muerte, duelo, psicólogos, personas que han pasado y vivido el mismo proceso que nosotros, asociaciones de duelo, etc. Cada uno debe elegir el camino que más le ayude a estar en equilibrio y a no debemos olvidar que el estar vivo sigue siendo un regalo y un aprendizaje, que aunque tiene altibajos, merece la pena disfrutar.
La imagen está tomada de internet y desconozco quién es su autor.