Después de leer los comentarios de la entrada anterior, algunos de ellos preciosos y muy emotivos, he decido hablar un poco sobre nosotros, los que quedamos aquí, mientras nuestros seres queridos se marchan.
La muerte nunca llega en buen momento a no ser en casos muy especiales, en el que nuestros seres queridos sufren mucho y sentimos que una vez que partan podrán descansar en paz y deseamos que disfruten de ella, ya que dejarán de sufrir.
El resto de las muertes, ya sean repentinas, inesperadas, trágicas, incomprensibles o esperadas, dejan una huella muy profunda, que se convierte en una larga cicatriz en el corazón y a veces en el alma. La ausencia del ser amado, es dolor, angustia, necesidad de saber, comprender qué ocurrió y su porqué. Y aunque con suerte, tengamos las respuestas, el dolor no cesará, seguirá acompañándonos hasta que logremos convivir con él.
Las muertes de niños, jóvenes e inesperadas suelen ser todavía más dramáticas puesto que nos resultan difíciles de aceptar y por supuesto, de comprender. El dolor suele ser más intenso y hay quienes se consideran responsables y culpables por no haber podido evitar su muerte. Lamentablemente nadie se va antes de su hora, aunque la muerte sea accidental. Vivir la culpa puede ser una parte de nuestro duelo y deberíamos analizarlo en la medida que podamos para así salir de ese agujero negro y angustioso, que es la culpa.
Aunque sepamos y aceptemos que la muerte forma parte de la vida, y lo vivamos como tal, también la marcha de quién amamos deja un vacío importante. Por un lado, sabemos que nuestros seres queridos están bien en el lugar en el que están, y nos alegramos por ello. Por otra parte, les echamos en falta pues la ausencia es física y casi palpable. Sin embargo, a la hora de vivir el duelo por ellos, se hace más fácil si lo sentimos y vivimos desde la comprensión y el entendimiento de que la vida y la muerte, es un juego y una ilusión, que dentro de un tiempo volveremos a estar con ellos y el reencuentro será estupendo y lleno de amor.
A lo largo del tiempo, por mi trabajo y don, me he encontrado con muchas personas que viven la muerte de sus seres queridos de manera distinta. Están quiénes tardan en aceptarlo, porque niegan la realidad; otros, se aferran a su recuerdo, desde el apego, y se sienten traicionados, abandonados, desde una perspectiva egoísta, pues desean que sus seres queridos se queden con ellos, y no quieren saber que sus allegados deben continuar su evolución y camino.
Otros, lo viven desde la irrealidad, la aceptación, el abandono; los hay que son conscientes de lo que es la muerte y su deseo es que sus seres queridos estén bien y que su preocupación es su bienestar y que encuentren la luz....
Realmente quién sufre dolor y angustia somos nosotros, no ellos. El dolor y las emociones se viven de manera distinta en el plano espiritual y el nuestro. Tendemos a pensar que allí es todo como aquí, y no es cierto. Es más fácil para los que se van, porque el entendimiento de lo que sucede es mayor que el nuestro.
Nadie dice que debemos olvidar a quiénes amamos, a quiénes se han marchado antes que nosotros. Recordarles es honrarles, amarles y al hacerlo, también nos estamos amando. Pero no debemos caer en la trampa de retener o vivir del recuerdo. Porque entonces, los que realmente estamos muertos, parados y estancados somos nosotros.
Existen psicólogos, terapeutas, especialistas en duelo, grupos de apoyo, etc. Personas que están formadas o se han unido porque han experimentado el dolor de la pérdida y quieren ayudar a los demás. Si vemos que el dolor que sentimos no se va, cada vez en más profundo, sería bueno acudir a un especialista para que nos ayude a vivir y superar estos momentos duros y complicados. No estamos solos, y aunque no sintamos las presencia de nuestros seres queridos tras su muerte, ellos sólo desean nuestro bienestar, amor y felicidad.
La imagen está tomada de internet y desconozco quién es su autor.