La vida y la muerte van juntas de la mano. No existe una sin la otra. Forma parte de un proceso natural. Nacemos, crecemos y al cabo de una vida más o menos larga, morimos.
Si nos fijamos en la naturaleza nos parece normal este proceso. Vemos nacer a las flores, a los árboles, a las plantas, y después desaparecen. Lo mismo pasa con los animales. Lo vemos a diario, y no nos resulta extraño, casi ni nos fijamos en ello.
En cambio, cuando la muerte nos toca de cerca, las cosas cambian; y es lógico que sea así, pues entran en juego, los sentimientos, las emociones, los pensamientos, las vivencias, los recuerdos, los lazos que unen, etc.
En nuestra vida estamos acostumbrados a vivir tránsitos, etapas y cambios, que suponen pérdidas y algunas de ellas traen consigo, dolor, pena. Cambiamos de pareja, de trabajo, de ciudad, de casa. Podemos romper una relación y aunque se pase mal, sabemos que el tiempo lo cura toda, existe un futuro, una esperanza de encontrar nuevas oportunidades, nuevas personas que nos ofrecerán la posibilidad de volver a amar. Lo mismo podemos aplicar a un trabajo, amistades, etc. Podríamos hablar del apego y desapego, de lo que nos ata y de lo que nos libera. Pero con la muerte, parece que todo acaba, no hay futuro; hay fin, todo deja de existir, se para.
La muerte no deja de ser una fase, una pérdida que trae consigo la posibilidad de una nueva etapa. Somos energía y como tal, no desaparecemos, nos transformamos. Muchos de vosotros me diréis, no creo en ello, tras la muerte no existe nada, sólo está el vacío. Lo respeto, pero no opino de la misma manera.
Al morir, dejamos nuestro cuerpo, nuestra carcasa o caparazón que ha posibilitado al alma estar en la tierra y vivir muchas de las experiencias que ha venido a aprender. Una vez fallecidos, el alma, abandona su cuerpo, pero nuestro espíritu sigue vivo, sigue pensando y en determinados momentos también siente.
Hace casi un año, recuerdo que durante el responso del hermano de una amiga mía que acababa de fallecer, el sacerdote, tocando el ataúd, decía , muy enérgicamente, en esta caja no está Felipe. El que aquí está no es él, sólo es su cuerpo. Felipe nos está mirando desde otro lado, desde otro mundo. Nos está viendo ahora, a todos nosotros y ya no siente dolor, ni tristeza. Ahora está bien. Me asombró su manera de hablar, estábamos totalmente de acuerdo en la idea de la muerte y de la vida.
Me acuerdo que pensé, que no era habitual escuchar a un sacerdote hablar con tanta claridad de lo que ocurría. No digo que no haya sacerdotes como áquel, sino que hasta ese momento no me había encontrado ninguno con él.
Al morir, abandonamos nuestro cuerpo y ese es un tránsito muy importante que hemos de vivir y pasar todos algún día. Dejamos atrás lo físico para volver a casa, para volver a reencontrarnos con nuestro yo, con nuestra familia de almas, para estar de nuevo junto a la Fuente Divina de todo Amor Incondicional, que algunos llaman Dios, Energía, Amor, Cosmos. Volvemos a casa, al Amor, viviendo en espíritu, siendo energía y desde ese plano u otro al que decidamos ir, ya tendremos tiempo de pensar si queremos o no regresar de nuevo a vivir una nueva vida en la Tierra, o pasar un tiempo ayudando a nuestro seres queridos a superar su dolor por nuestra partida, etc.
Pensar en la muerte asusta, aterra, pero nadie escapa de ella. Hay quienes creen que pensar en ella, la atrae. No es cierto, nos encontraremos con la muerte, sólo cuando llegue nuestro momento, ni antes, ni después. Mientas llega, podemos prepararnos viviendo plenamente, disfrutando al máximo lo que hacemos. Cuánto más plena y llena sea nuestra existencia, mejor viviremos y entenderemos que nuestra partida forma parte de este maravilloso proceso de aprendizaje, llamado vida.
La foto es de un cuadro mio que se llama Dos Mundos.